“Quiero darles la bienvenida a los nuevos jefes y manifestar mi alegría por el hecho de que hoy todos los oficiales y suboficiales son hombres de la democracia, egresaron de sus escuelas en democracia y esto amerita que de una vez por todas demos vuelta la página y celebremos”, dijo el presidente Alberto Fernández en un acto en Campo de Mayo, flanqueado por las cúpulas saliente y entrante de las fuerzas armadas.
La frase, inequívocamente encuadrada en la política de reconciliación popular con las FFAA, parte de una premisa falsa, la de pretender que un uniformado, por haber sido reclutado y formado durante un gobierno constitucional, no será un represor.
Así como hace cuatro décadas los organismos de Derechos Humanos que conservan su independencia del Estado repudian esa lógica, como organización antirrepresiva CORREPI ha señalado, casi por el mismo tiempo, que es igual de falaz la subsecuente afirmación de que, del mismo modo, la represión en democracia sería consecuencia de la existencia de “bolsones de autoritarismo” al interior de las fuerzas de seguridad, “herencia” de la dictadura.
En febrero de 1996, fue el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, confrontado por una serie de episodios represivos de marcada trascendencia pública, quien elaboró en igual sentido y, para despegar su conducción política de toda responsabilidad, dijo aquello de que “existe un vínculo entre estos hechos y los resabios de la última dictadura militar en el seno de la policía de la Provincia de Buenos Aires”.
CORREPI le respondió con ejemplos concretos, que ya entonces mostraban que la mayoría de los autores de fusilamientos de gatillo fácil y torturas eran personas reclutadas y formadas –incluso nacidas- con posterioridad al fin de la dictadura cívico-militar-eclesiástica. En 2020, la evidencia que surge del abrumador número de hechos semejantes, que llegaron en los pasados cuatro años a representar una muerte a manos de las fuerzas de seguridad estatales cada 19 horas, nos exime de enumerar caso tras caso, sin perjuicio de que todos pueden ser consultados en nuestro Archivo 2019.
Otro dato histórico devela que la represión en democracia no es simple derivación del terrorismo de estado. Fueron los policías, como el comisario Ernesto Frimón Weber, alias “el maestro” o “220”, quienes enseñaron a usar la picana y otros métodos de tortura a los marinos en la ESMA o a los militares en otros CCD. Basta consultar los textos de más de 60 años de antigüedad de Rodolfo Walsh sobre el gatillo fácil y las muertes y torturas en lugares de detención para comprender que no fue la dictadura la que parió la represión en democracia, sino que son formas distintas de reprimir según las necesidades del poder en cada etapa.
A 44 años del golpe y 37 de la restauración institucional, el argumento hace todavía más agua. La idea de “los remanentes” permite presentar el gatillo fácil o las torturas como un resabio de la dictadura, que la democracia no ha sabido resolver, y se despega de la responsabilidad directa, como autor de una política de estado, al gobierno de turno. Planteado así el problema, sólo se trataría de fortalecer las instituciones, los mecanismos democráticos de participación ciudadana y los dispositivos de control. La realidad represiva de las pasadas tres décadas y media ratifica el fracaso de esa posición, y muestra que no es posible “dar vuelta la página” mientras subsistan los mecanismos estatales de opresión y represión.
Ni olvido ni perdón ni reconciliación.
Ni con los milicos de ayer ni con los policías, prefectos, gendarmes y servicios penitenciarios de hoy.
Juicio, castigo y cárcel efectiva a los represores de ayer y de hoy
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